Hace algunos días, la Cámara de Diputados volvió a dar un paso en falso en materia de libertad de expresión con la aprobación de la ley –no de manera unánime– que busca “promover la equidad de género” en los medios de comunicación. Detrás de ese camuflaje de la iniciativa caratulada como “Equidad en la Representación de los Géneros en los Servicios de Comunicación en la República Argentina” se esconden algunas cuestiones que son, cuando menos controvertidas y que indudablemente despiertan las alertas del riesgo latente sobre la libertad de expresión en Argentina.
Entre otras particularidades, la ley establece la creación de un registro de medios que deberán recibir un certificado por parte de la autoridad de aplicación de la ley para recibir la pauta oficial. No es ninguna novedad que la pauta oficial debiera ser motivo de revisión desde diferentes aristas para tratar de encausarla bajo una normativa que establezca criterios objetivos y parámetros que eviten la discrecionalidad a la hora de su otorgamiento. No obstante, maquillar algunos criterios subjetivos detrás de la agenda de las cuestiones de género parece una verdadera canallada.
Desde ya que son celebrados los legítimos y válidos requisitos del proyecto como los procesos de selección basados en el respeto del principio de equidad, las políticas de inclusión laboral con perspectiva de género y los protocolos para la prevención de la violencia laboral y de género, entre otros aspectos importantes de la ley. Lo que llama poderosamente la atención es la inclusión de ese apartado que brega por la promoción del uso del lenguaje inclusivo en cuanto al género en la producción y difusión de contenidos de comunicación. La controversia inicial surge porque, en un primer avistaje de la norma, se percibe una mayor cantidad de medios oficialistas que opositores, que comulgan con la utilización de esta variación equívoca del lenguaje, lo cual vuelve a poner en el tapete la discrecionalidad y fomenta el clientelismo/amiguismo para otorgar la pauta oficial. Ese condicionamiento parece un auténtico despropósito que no pareciera tener otro objetivo más que enmarcar legalmente aquello que no es tal.
En pos de ser lo menos clara posible y para mitigar los efectos adversos de la ley, la misma utiliza el mas que abstracto concepto de “llamado de atención” y “apercibimiento” para aquellos medios que incumplan la norma, transformando a la autoridad de aplicación en un verdadero órgano verdugo. Como suele ocurrir en la mayoría de los casos que se ve afectada la libertad de expresión, la falta de claridad normativa en las sanciones pone en tela de juicio lo que ocurrirá si algunos medios deciden omitir el uso del lenguaje inclusivo, más allá de un evidente impacto de manera directa en uno de las pilares que sostienen económicamente a los medios de comunicación en nuestro país.
“No siento que el lenguaje deba ser un campo de batalla, ni un campo de imposición” dijo, hace unos días, el escritor Eduardo Sacheri en el programa de Mirtha Legrand. El lenguaje inclusivo no puede ser una exigencia por parte del Estado sino que debe ser consecuencia de movimientos de transformaciones sociales mayoritarios y no por deseo e interés de diferentes grupos que no representan una mayoría, por más presencia mediática que éstos tengan. Como dijimos oportunamente, no parece necesaria esta alteración del significado de las palabras y mucho menos de las estructuras lingüísticas, las cuales, todavía en pleno Siglo XXI, siguen acarreando muchas dificultades en su aplicación. Sino basta con preguntarle a la vicegobernadora chaqueña que, hace algunos días en el marco del día del periodista, agradeció “al equipo y la equipa”.
Matías Enríquez, Licenciado en Comunicación Periodística.